Mi infancia no son recuerdos de
un patio de Sevilla, ni de un huerto claro donde madurara el limonero, no,
porque mi abuela y dos de las hermanas de mi padre, vivían de alquiler en un
edificio del barrio de Triana, más o menos en frente de un convento de monjas
de clausura, a las que cuando iba por navidades, siendo bien pequeño, me
llevaban a visitar, para que disfrutaran las madres de mi natural desparpajo y
simpatía, y así poder romper por un rato con su cotidiana y monótona vida de
dedicación a los quehaceres espirituales. A mí me gustaba mucho ir, por
vivir la aventura de pasar por el torno que separaba a la congregación del
mundanal bullicio.
Recuerdo el patio de vecinos de
la casa de mi abuela, donde jugaba a romanos con una prima de mi edad, una amiga
de ella que me miraba con admiración –cosa que me turbaba-, y de la que no
recuerdo el nombre, y con su hermano Antoñito, que, por cierto había nacido sin
ano, y le tuvieron que hacer uno artificial. Siempre me quedé con ganas de
verle el culo, y en alguna ocasión le expresé esa inquietud a mi tía, la madre
de mi prima, quien se escandalizó, como tantas otras veces, con mis cotidianas
ocurrencias, y que después de persignarse me quitó de en medio, contestándome
con ese particular acento que tienen las gentes de Sevilla:
-Chiquillo, por Dios, ni se te
ocurra decirle nada a Antoñito, ¡Pues solo faltaba! Anda sube donde tu abuela,
que tendrás que irle a por algo-.
A mi abuela, siempre había que
irle a por algo.
De lo que si me acuerdo, y mucho,
era del frío de mi casa. Era un frío tremendo, un frío pertinaz, constante y
cruel, con el que mantenía mi madre una particular lucha moviendo
periódicamente con la badila las brasas del brasero de picón.
También recuerdo, con nostalgia,
las noches, después de cenar batata asada con azúcar, sentados alrededor de la
mesa camilla, mi padre, mi madre, mi hermano y yo, tapados con las faldas hasta
los ojos, esperando que las bolsas de agua caliente que mi madre había puesto
en las camas, cumpliesen la difícil misión de calentar algo las sábanas de
franela, para podernos ir a dormir sin padecer los desagradables síntomas de la
hipotermia.
En ese ínterin, unas veces
escuchábamos en la radio el Parte, con su inconfundible sintonía de apertura;
programas de máxima audiencia como Ustedes son Formidables o Matilde, Perico y
Periquín o algún cuento o historia que nos narraba mi padre, y que yo,
escuchaba con los ojos abiertos como platos, a diferencia de mi hermano, que en
lugar de prestar atención a la narración, jugaba embelesado con un hilo
enrollado alrededor de los dedos
índices de sus manitas, y que chupaba una y otra vez, y lo mordisqueaba, y se
lo acercaba a los ojitos, y así todo el tiempo, como una cosa tonta. Como decía
mi abuela con ese particular acento que tienen las gentes de Sevilla y al que
ya me he referido:
-Chiquillo por Dios, que niño mas
bueno, ¡Es que no da guerra, parece un santito!
Mi madre en cambio decía a mi
padre:
-Este niño no parece mío, ¡si es
que vino con desgana. A este me lo cambiaron en el nido. Para mí que este niño
es autista!- Entonces le limpiaba las velitas que colgaban pertinazmente de su
naricilla, para evitar que se las comiera.
Mi padre le contestaba a mi
madre:
-Mujer no digas esas cosas, que
te va a castigar Dios-, y se encendía un Lucky Strike, y se servia anís de
una botella que tenía pegada la foto de un mono, en un vasito que llenaba hasta
la mitad, y que después acababa de llenarlo con agua, y entonces el liquido que
hasta ese momento era transparente, se volvía blanco, y yo me asombraba con esa
capacidad de asombro que solo tienen los niños, del cambio de color del
bebedizo, y entonces mi padre muy solemne me decía: Bebe de la palomita, que
para eso eres el mayor.
Nunca pude comprender que tenía
que ver aquel brebaje, que no me gustaba en absoluto, con una cría de paloma.
Recuerdo con especial cariño, de
entre todas las imaginativas historias que contaba mi padre, la de la burra
extremeña:
“Después de muchos años de trabajo,
un labrador de un pequeño pueblo de Extremadura, consiguió ahorrar lo justo
para comprarse un burro.
-El mes que viene es la feria.
Iremos el chico y yo a comprar el burro-dijo el labrador a su mujer-.
-¿Y para que quieres tu un
burro?
-Para que lo voy a querer
mujer, para labrar, para poder llevar tus pestiños al mercado... para lo que lo
quiere todo el mundo.
Llegó Septiembre y muy de
mañana salieron padre e hijo para Mérida. El camino se les hizo eterno, pero al
medio día ya estaban viéndoles los dientes a los pollinos, y contando las
mataduras, comprobando que no estuviesen cagadas de moscarda.
Se quedaron con una burra
cana, no muy grande, que se les ajusto al presupuesto.
Salieron de la Feria más
contentos que unas pascuas. Iban los dos montados en la cabalgadura, a medio
trote, y al pasar por debajo de Los Milagros, camino de la carretera de Madrid,
se cruzaron con un cura que montaba una mula parda.
-¡Buenos días! –les dieron al
cura-
-¿Buenos días? ¡Serán para
vosotros no para el pobre animal! ¿A quien se le ocurre ir dos piezas de a
quintal en lo alto del burro? ¡No veis que lo vais a deslomar!
Y siguió el cura su camino, y
ellos se quedaron allí parados, y pensando.
-Padre, para mí que el señor
cura debe de llevar razón, que ya sabe usted que Ellos están leídos, versados y
saben de todo. Debería bajarme yo del burro, que soy mas joven y me cuesta
menos caminar, y usted que está más trabajado seguir el resto del camino
arriba.
Así hicieron, y al poco, según
vadeaban el Arroyo de los Mimbrales, se encontraron con la pareja de la Guardia
Civil, que estaba abrevando a sus caballerías.
-¡A los buenos días!–dijo el
padre-
-Buenos días serán para usted.
Seguro que no piensa igual el chico. ¡Vergüenza le debiera de dar!. Usted tan a
gusto en lo alto del burro y el muchacho andando, con lo flaco que está, con
esas albarcas que lleva que se le deben de llenar de chinatos a cada paso.
Montaron los dos guardias y
pusieron rumbo a la feria.
Y allí, se quedaron los dos,
pasmados, y pensativos. Entonces el padre argumentó:
-Llevan razón los señores
guardias, debes de ir tú en el burro, que yo estoy mas acostumbrado a
caminar. Todas las semanas vengo al mercado a vender lo de la huerta.
Y así hicieron. Les empezó
entonces a apretar el hambre y sacaron de la talega media hogaza de pan, queso
y algo de patatera que fueron comiendo según hacían camino. No hubieron hecho
ni media legua, cuando les alcanzo un caballero sobre un corcel blanco.
-Buenos días señor maestro
–saludó el muchacho-.
-Buenos días –respondió el
caballero- ¿Qué hacéis tan lejos del pueblo?
De la feria que venimos de
comprar esta borrica –contestó el padre-.
- Y a ti ¿te parece bonito ir
en lo alto, tan a gusto, dejando que tu padre, con lo mayor que está, que vaya
andando? ¡Poco has aprendido de mí en la escuela! Ya hablaremos mañana
-dijo el maestro mirando al muchacho-.
Y picando espuelas puso al
caballo al galope.
-Digo yo padre, que deberíamos
ir los dos andando, y así seguro que nadie nos dice nada - argumento el hijo
con la mirada puesta en el suelo-.
-Pues has tenido buen acuerdo
–contesto el padre-.
Se bajo el muchacho de la
asna, y así marcharon por un par de leguas, a buen paso. El sol de esa tarde de
Septiembre, se hacia notar y el calor empezaba a encansinar las piernas.
-Si quieres, paramos a abrevar
en la Fuente del Sarmiento, la que esta en lo alto de la cuesta, y descansamos
un rato a la sombra de los chopos. Luego todo es bajada hasta el pueblo.
-Lo que usted diga padre.
Mire, se ve gente junto al pilón –observó el chico.
Según llegaban, resollando, y
sudorosos y tirando de la borrica, el silencio de la tarde se rompió con las
carcajadas de cuatro o cinco picapedreros que se estaban lavando en la fuente.
-Pero bueno, ¡habrase visto
pareja más tonta!–dijo uno de los que estaban junto al pilón- pues no vienen
que echan el bofe por la boca, ¡y la burra tan fresca!
Y todos se rieron con
desparpajo, y ellos ni se atrevieron a parar, y salieron corridos por la cuesta
abajo.
-¡Hay que ver padre, que no
damos una en el clavo, nadie está contento con lo que hacemos! –Rompió el
silencio el chico-.
-Bueno ya veremos que dice tu
madre...
La noche comenzaba a caer,
cuando llegaban a las primeras huertas, y a la altura del cementerio, surgieron
unas sombras, de detrás de las tapias, que sin saber como ni porque, se
abalanzaron sobre ellos, golpeándoles, y tirándoles cascotes, y ellos, como
podían se tapaban, y chillaban de dolor.
-¡Corra padre, corra para
casa, que estos son gitanos con muy mala uva!
-¿Y la borrica? ¡No ves que
nos la roban!
-¡Corra padre, corra! ¿Qué mas
nos da la burra? Total, si nunca íbamos a acertar con la gente. ¡Nada más que
nos ha dado problemas la pollina! ¡A lo peor no nos la merecíamos!
Y siguieron corriendo hasta la
casa, y entonces la noche envolvió al pueblo, y la amargura les inundo el
alma.”
Pocas veces aguantaba
hasta el final de la historia, y me quedaba dormido, entonces mi madre me
llevaba a la cama, como un sonámbulo, me colocaba debajo de los pies cubiertos
con unos gruesos calcetines la bolsa de agua caliente, que ya se empezaba a
enfriar y me tapaba.
Recuerdo con mucho cariño, que al
rato venia mi padre y me volvía a tapar, y me tapaba como jamás nadie me lo ha vuelto a hacer. Y me
decía bajito, casi en un susurro: Reza por los abuelitos, hijo, y por que haya paz en el mundo –Tenia mucho miedo a
algo que estaba pasando en una isla que se llamaba Cuba- y yo le decía: -Si
papá-, y rezaba el Jesusíto de mi vida.
Recuerdo que después me dormía
enseguida.
Recuerdo también, por que no
decirlo, que me sentía muy feliz y protegido.
TODO LO ESCRITO ANTERIORMENTE ES FRUTO DE LA IMAGINACION DEL AUTOR. CUALQUIER PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA.