Y yo puse aquella tarde fría y
plomiza del otoño de aquel año mis labios en los suyos, mientras sonaba aquella
canción que nos acompaño toda una vida.
Recuerdo que después la pregunté
si fue el primero, y entonces me contestó mirándome desde la profundidad de
aquellos ojos negros, almendrados y brillantes, que para una mujer el último
beso siempre era el primero.
Y después, me pase media vida
dándola besos y otra media vida recordándolos, y se los tuve que dar en otros
labios, y se los di, de todas las formas y maneras, y en otras tantas bocas
bebí de ella, y en otros tantos cuerpos recordé su reciente estrenada pubertad
de aquel otoño que empezó a ser mujer entre mis brazos.
Y ahora se me vienen a la mente
aquellos versos que cantó el ilustre poeta Gaditano Rafael Alberti.
“Huele a sangre
mezclada con espliego,
Venida entre un
olor de resplandores.
A sangre huelen
las quemadas flores
Y a súbito ciprés
de sangre el fuego.
Del aire baja un
repentino riego
De astro y sangre
resueltos en olores,
Y un tornado de
aromas y colores
Al mundo deja por
la sangre ciego.
Fría y enferma y
sin dormir y aullando,
Desatada la fiebre
va saltando,
Como un temblor,
por las terrazas solas.
Coagulada la luna
en la cornisa,
Mira la adolescente
sin camisa
Poblársele las
ingles de amapolas”.
Y ahora, de no juntar mis labios con sus labios, la fuente de
los besos se me está secando, y el recuerdo de su fresca pubertad de niña y
luego de mujer se me está yendo poco a poco de la mente.
Y hoy sé que los besos que no se dan, o que se guardan, o que
se olvidan, terminan por llenar el alma de tristeza.
Besos frescos e ingenuos que nunca se olvidan. Aquel muchacho de ojos verdes...
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