Cansado ya de dar vueltas y vueltas sobre la cama, a punto
de estallarme la cabeza de escuchar el insufrible paso de las horas con ese
metálico y machacante tic-tac, tic-tac que no cesa, y medio secos los ojos por
haberlos tenido tanto tiempo fijos en el techo, he decidido levantarme.
He calentado un poco de leche que he teñido con café
soluble, y a falta de algo mejor que hacer me he puesto a pensar en ti:
He recordado cuando sentado en la silla de enea que compré
en el Rastro, y que nunca terminé de barnizar, llevando puesto el sombrero
cordobés que me regaló mi padre, y del que tanto te reías porque me quedaba
pequeño, solicité tu atención llamándote por tu nombre, y después te canté esos
versos de Rafael De León que aprendí de niño:
[...]
Yo de vestíos no entiendo,
pero... ¿te gusta de
veras
ese que te estás
poniendo?
Tan fino, tan
transparente,
tan escaso y tan
ceñío,
que a lo mejor por
la calle
te vas a morir de
frío.
Te sienta que eres
un cromo,
pero cámbiate de
ropa,
si es un instante,
lo justo
mientras me tomo
esta copa.
Ponte el de cuello
cerrao
que te está de
maravilla
y que te llega dos
cuartas
por bajo de la
rodilla.
[...]
Y recuerdo que en lo que te cambiabas de ropa, y entre vestido
y vestido que te me fuiste probando, hubo fiesta en la cocina; y corrió el
blanco de Rueda de la botella a la copa, y de la copa a tu boca, y de tu boca a
la mía donde brotaron mil besos que me supieron a gloria. Y entonces crujió la
silla, y el sudor mojó tu cuerpo y mis brazos te estrujaron hasta que te
reventé en mi pecho.
Ahora que el día se anuncia por el cerro Calamocho tiñendo
de rojo el cielo, y mientras escucho los últimos compases de “Moon River” ¡qué
sueño que me está entrando! Un sueño que me ablanda todo el cuerpo, un sueño un
tanto sereno, un sueño como de muerte.