martes, 30 de junio de 2015

Episodio 11: Sobre como me gusta tu ropa.


Cansado ya de dar vueltas y vueltas sobre la cama, a punto de estallarme la cabeza de escuchar el insufrible paso de las horas con ese metálico y machacante tic-tac, tic-tac que no cesa, y medio secos los ojos por haberlos tenido tanto tiempo fijos en el techo, he decidido levantarme.
He calentado un poco de leche que he teñido con café soluble, y a falta de algo mejor que hacer me he puesto a pensar en ti:
He recordado cuando sentado en la silla de enea que compré en el Rastro, y que nunca terminé de barnizar, llevando puesto el sombrero cordobés que me regaló mi padre, y del que tanto te reías porque me quedaba pequeño, solicité tu atención llamándote por tu nombre, y después te canté esos versos de Rafael De León que aprendí de niño:

[...]
Yo de vestíos no entiendo,
 pero... ¿te gusta de veras
 ese que te estás poniendo?
 Tan fino, tan transparente,
 tan escaso y tan ceñío,
 que a lo mejor por la calle
 te vas a morir de frío.

 Te sienta que eres un cromo,
 pero cámbiate de ropa,
 si es un instante, lo justo
 mientras me tomo esta copa.
 Ponte el de cuello cerrao
 que te está de maravilla
 y que te llega dos cuartas
 por bajo de la rodilla.
[...]

Y recuerdo que en lo que te cambiabas de ropa, y entre vestido y vestido que te me fuiste probando, hubo fiesta en la cocina; y corrió el blanco de Rueda de la botella a la copa, y de la copa a tu boca, y de tu boca a la mía donde brotaron mil besos que me supieron a gloria. Y entonces crujió la silla, y el sudor mojó tu cuerpo y mis brazos te estrujaron hasta que te reventé en mi pecho.
Ahora que el día se anuncia por el cerro Calamocho tiñendo de rojo el cielo, y mientras escucho los últimos compases de “Moon River” ¡qué sueño que me está entrando! Un sueño que me ablanda todo el cuerpo, un sueño un tanto sereno, un sueño como de muerte.

 

 

miércoles, 17 de junio de 2015

Episodio 10: Sobre los labios y los besos olvidados.


Y yo puse aquella tarde fría y plomiza del otoño de aquel año mis labios en los suyos, mientras sonaba aquella canción que nos acompaño toda una vida.
Recuerdo que después la pregunté si fue el primero, y entonces me contestó mirándome desde la profundidad de aquellos ojos negros, almendrados y brillantes, que para una mujer el último beso siempre era el primero.
Y después, me pase media vida dándola besos y otra media vida recordándolos, y se los tuve que dar en otros labios, y se los di, de todas las formas y maneras, y en otras tantas bocas bebí de ella, y en otros tantos cuerpos recordé su reciente estrenada pubertad de aquel otoño que empezó a ser mujer entre mis brazos.
Y ahora se me vienen a la mente aquellos versos que cantó el ilustre poeta Gaditano Rafael Alberti.

“Huele a sangre mezclada con espliego,
Venida entre un olor de resplandores.
A sangre huelen las quemadas flores
Y a súbito ciprés de sangre el fuego.
Del aire baja un repentino riego
De astro y sangre resueltos en olores,
Y un tornado de aromas y colores
Al mundo deja por la sangre ciego.
Fría y enferma y sin dormir y aullando,
Desatada la fiebre va saltando,
Como un temblor, por las terrazas solas.
Coagulada la luna en la cornisa,
Mira la adolescente sin camisa
Poblársele las ingles de amapolas”. 

Y ahora, de no juntar mis labios con sus labios, la fuente de los besos se me está secando, y el recuerdo de su fresca pubertad de niña y luego de mujer se me está yendo poco a poco de la mente.
Y hoy sé que los besos que no se dan, o que se guardan, o que se olvidan, terminan por llenar el alma de tristeza.